Martes, 30 Agosto 2016 05:55

Irrespeto entre las generaciones

Dentro de la monserga escuchada por muchos de nosotros, por no decir casi todos, desde nuestra adolescencia , se encontraban todas aquellas quejas sobre la inconsciencia de los jóvenes, la locura y el desvío y, por supuesto, el total desprecio por las instituciones existentes.

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De otra parte, los jóvenes, quienes apenas están comenzando a definirse como personas, observan a las generaciones precedentes como obsoletos, reliquias dignas de estar en un museo, pero jamás de ser imitados, para ponerlo en términos populares, los chiquillos dicen, “¡qué ridículo mi tata!”
Una de las mejoras capturas de este choque intergeneracional fue captado por Lara Ríos en su libro “Pantalones Largos”, cuando Jaime, el hermano mayor de Arturo, se decide poner un arete y esto trajo tanta conmoción en la casa, que el papá de los niños decidió ponerse uno también.
Han pasado más de veinte años desde que ponerse un arete era visto como de lo peor, pero la esencia de la historia se mantiene, Jaime, a quien Arturo, un adolescente quien apenas iba terminando el colegio, veía como su hermano mayor, como el “viejo que ya iba a la universidad”, no era más que un muchacho, ¡de apenas 19 años!
Y sin embargo, Arturo, por su juventud, ya lo veía como todo un adulto. Para quienes ya pasamos las primeras dos décadas de nuestra vidas y estamos en la tercera, pensar en Jaime como un hombre formado es algo inconcebible, pues sabemos cuánto falta por vivir, nos encontramos en el medio, somos jóvenes pero no tanto, pero no tenemos las canas todavía para que los mayoría de nuestros predecesores nos tomen en serio.
Quizás el problema sea el no entender que el punto nivelador de la brecha generacional, lejos de ser un elemento separador, más bien nos une intergeneracionalmente, pues los viejos con su conocimiento y años de vida transmiten su conocimiento a los más jóvenes, quienes a su vez lo reciben y asimilan, para extraer de él la sabiduría y el entendimiento que les permita conducirse por la vida y, cuando el momento llegue, serán esos quienes hace años fueran jóvenes, las personas traspasadoras del conocimiento a la generación posterior.
Si la juventud es un divino tesoro, entonces debemos de disfrutarlo cuando lo tenemos y cuando crecemos, lejos de mirar con desprecio a esos “chiquillos” y sus “loqueras”, necesitamos recordar el hecho de nosotros haber estado a donde ellos están en este momento y aprovechar ese ímpetu de energía y deseos de aprender y conocer, para encaminarlos por la senda correcta e instarlos a ser mejores ciudadanos, partícipes dentro del sistema democrático, con un libre pensamiento y siempre buscando lo mejor para sí mismos y para sus semejantes. El secreto está en enseñarles a que la forma de convertirse en ciudadanos de bien es siendo buenos con ellos mismos, pero al mismo tiempo ser buenos también con la sociedad.

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